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La vida temporal y la vida eterna | |
El cristianismo, una religión de milagros y de misterios.
Hay
dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida del
tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo,
comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse
hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un
quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal,
donde hemos de definirnos para aquélla. Es en el tiempo donde nos
definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del
tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es
decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
El milagro prueba el señorío de Dios sobre el orden de la naturaleza por El creado, que rompe o interrumpe.
El
misterio prueba el señorío de Dios sobre la Verdad, que, sin dejar de
serlo, el hombre, por sí solo, no puede ver en muchas de sus parcelas,
necesitando que El se las revele.
Centrando nuestra atención en
lo mistérico, para percibir y percatarse de la Verdad que oculta, hace
falta, con la Revelación, una fuente de conocimiento más alto que la de
los sentidos, y aún más alto que la que nos proporciona la razón. Esa
fuente más elevada de conocimiento se llama la fe.
Si la luz de
Dios -Lumen Dei- permite al bienaventurado contemplar intuitivamente,
hacienda innecesaria la luz de los sentidos, la luz de la razón y la luz
de la fe el hombre, en tanto esa bienaventuranza no llegue, aquí, en el
tiempo y en el espacio, necesita para su andadura correcta, para no
tropezar o para rehacerse del tropiezo, alumbrarse con la llama triple
de los sentidos, de la razón y de la fe.
También el cristianismo,
por ser mistérico, aunque parezca contradictorio no lo es, porque lo
contradictorio no puede concordarse, mientras que lo paradójico explica y
concuerda en su contexto lo que, en principio, es decir, a primera
vista, se presenta como discordante, inconciliable y antinómico.
Hay
, así , paradoja y no contradicción en frases conocidas como éstas:
"los últimos serán los primeros", "el que se humilla será ensalzado"·,
"mi paz os dejo, pero he venido a traer la guerra", "dichosos los que
padecen", "el que quiera salvar su vida la perderá,...."
La
suprema paradoja -y no contradicción, como veremos- no está en unas
palabras, sino en un hecho clave. Cristo, Maestro de la Verdad, dice de
Si mismo: «Yo soy la Vida»; y sin embargo, la Vida encarnada muere en la
Cruz.
A este hecho clave hemos de llegar si con la luz de los
sentidos, de la razón y de la fe, nos acercamos a la vida y a la muerte,
como problema esencial de todo hombre; y, como un derivado, al derecho a
vivir de coda hombre en su etapa histórica en la que vosotros y yo nos
encontramos.
La muerte, como destrucción orgánica, es un fenómeno
psicosomático, que transforma el cuerpo animado en cadáver, al estar
desprovisto de animación. Un cadáver, durante algunas horas, como por
inercia, mantiene la configuración corporal; y hay cadáveres que,
artificialmente -embalsamamiento y momificación- o sobrenaturalmente
-cadáveres incorruptos de algunos santos-, la conservan por tiempo
indefinido. Pero, en cualquiera de los casos, allí no hay cuerpos, sino
cadáveres.
Pero la muerte, en el hombre, es algo más que un
fenómeno psicosomático, que puede homologarse con la muerte de otros
seres vivos creados. la muerte en el hombre es un fenómeno metafísico,
sobrevenido porque el hombre, siendo naturaleza creada, es
sobrenaturaleza. El hombre, enmarcado en, y fruto de la tarea creadora
genesíaca, aparece como un ser sobrenatural en un doble sentido: por una
parte, se le proclama rey de la creación, destinado a dominarla -por lo
que está sobre ella-, y por otra, el aliento de vida que le da el ser
es un aliento divino eternizante y, por ello cualitativamente distinto e
infinitamente superior al del resto de todo lo creado.
El
hombre, criatura-eternizada, no fue, ni siquiera originariamente,
criatura glorificada, pero el aliento divino de vida, que al
espiritualizarle lo eternizó, hizo tránsito a su envoltura corporal, que
de suyo, de por sí, hubiera estado sujeta a la muerte. El hombre del
paraíso era un hombre inmortalizado. la muerte en el hombre es un
acontecimiento metafísico sobrevenido. la muerte de la carne es el fruto
de la desobediencia de su espíritu libre, el Haftuag que dirían los
alemanes, la responsabilidad hecha castigo por la Schuld, es decir, por
la culpa.
Por eso, yo acojo con ironía el esfuerzo de algunos
defensores, incluso en el campo católico, de la teoría de la evolución,
con su lista más o menos imaginaria de los antropoides intermedios. Para
mí, lo que teológica e históricamente se ha producido en la humanidad
es, en cierto modo, una involución, una degradación, un retroceso. No es
que el antropoide, en un momento y en un lugar indeterminados, se haya
convertido en hombre, con la posición erecta -bípedo implume- y el
ensanchamiento de su ángulo facial, sino que el hombre inmortalizado,
con inteligencia diáfana y voluntad firme, al rebelar libremente su
espíritu contra Dios, privó a su alma, no de su eternización -porque el
espíritu no perece-, pero Si de su glorificación, y a la carne de su
inmortalidad. Reducida la carne a sí misma, inutilizada por el pecado la
fuerza inmortalizante del espíritu, el cuerpo del hombre quedó
aprisionado por el deterioro y el desfallecimiento de la naturaleza
creada que, en principio, iba a dominar. Por el pecado, la naturaleza le
dominó y sometió la carne -sólo naturaleza de por sí- a su propia ley
de finitud.
A luz de la fe proyectada sobre la muerte del hombre,
sobre su reencuentro con la tierra, de cuyo barro se formó su carne,
sobre la reconversión en polvo de lo que no era más que polvo, nos
conduce desde la promesa del Paraíso que se perdió al cumplimiento
histórico y metahistórico de la misma promesa. El vástago de José
anunciado en el Génesis, próximo para Isaías, recordado en el Adviento
que acaba de comenzar, vine a destruir el pecado y con el pecado su
fruto, que es la muerte.
Esa victoria la consigue la Vida
encarnada muriendo, y muriendo en la Cruz. A partir de ese instante, la
muerte cobra, con significado distinto, otra valencia sobrenatural. No
deja de ser un fenómeno psicosomático, no deja de ser salario del
pecado, no deja de ser guadaña segadora, pero es, al mismo tiempo, para
el hombre en gracia, que ha escondido su vida en Cristo y muere en El y
con El, llave del Paraíso y janua coeli, puerta del cielo. Pero hay algo
más. En el Símbolo de la Fe decimos que "creemos en la resurrección de
los muertos",. la conversión de la guadaña en llave del muro que cierra
en pórtico que se abre, es una realidad esperanzada para el cuerpo, que
recobrará su incorruptibilidad y será inmortalizado y glorificado.
Cuando se consume la victoria sobre la muerte, victoria que tuvo su
principio y tiene su garantía en Cristo resucitado, con los ojos del
cuerpo, que ahora no pueden ver a Dios, traspasados por el lumen
gloriae, se podrá contemplar en Dios lo que El ha preparado para el gozo
del hombre.
Todo esto nos lleva a lo que podríamos llamar una
nueva visión de la muerte, de la vida y del status viatoris que discurre
desde que la vida temporal se inicia hasta que la vida temporal
concluye.
Nueva visión de la muerte: Aunque la muerte en el
hombre no deje de ser la obra del Maligno, que por odio a la vida la
introdujo en la humanidad; aunque la muerte vaya despertando como
vivencia acosadora conforme transcurren los años y se advierta su
cercanía; aunque la vivencia de la muerte produzca pánico, por lo que
pueda implicar de dolorosa y de tránsito a lo desconocido, repugnancia
por instinto de conservación, rebeldía ante lo que puede interpretarse
como inhumano, tristeza amarga como frustración del ser, resignación
estoica ante la imposibilidad de evitarla, todo ello en el cristianismo
es superable, porque su visión de la muerte, sin ignorar esas
reacciones, las supera.
Para el cristiano, que mira la muerte no
sólo con la luz de los sentidos y de la razón, sino con la luz de la fe,
la muerte no aniquila el ser. La muerte es una separación, una
despedida del cuerpo y del espíritu por desfallecimiento de aquél. La
despedida no es para siempre. No es un adiós, sino un hasta luego. Lo
tremendo del hombre no es que muera de verdad, sino que, aun
deteriorándose y pulverizándose el cuerpo, el hombre -su yo personal
identificante- no muere nunca.
Nueva visión de la vida: la vida
del hombre es lineal, pero ascendente. En ella hay, no uno, sino dos
alumbramientos; y ambos son dolorosos, porque la redención del hombre y
la vida histórica del hombre están signadas por el dolor. El primer
alumbramiento es el parto. Por el parto, el hombre ve la luz del mundo.
Por el parto se da a luz en el tiempo; y la separación del claustro
materno es dolorosa para la madre y para el hijo; y dolorosa hasta el
derramamiento de sangre. Por el segundo alumbramiento, se pasa a la luz
de la eternidad. Este nuevo dar a luz es también separación dolorosa,
porque hay dolor en el cuerpo, que siente su desanimación progresiva, y
en el alma, que, al irse desprendiendo de la nebulosa de los sentidos,
con todas sus potencias en vigor, tiene conciencia nítida del desgarro.
El dolor de este alumbramiento es más profundo que el del primero,
porque incide en la más íntima radicalidad del ser. De alguna manera
podría recordarlo la separación de la uña de la carne, a que se refería
doña Jimena al separarse del Cid, o la frase de Antonio Rivera, nuestro
"Angel del Alcázar": «¡Me estoy muriendo!»
Ahora bien; si la
muerte es otro alumbramiento, como el del trigo que se pudre para
hacerse espiga, o el gusano de seda que, luego de hacer su capullo, lo
rompe y, alado, se hace mariposa, o el del hierro que, en la fragua,
incandescente y cincelado y forjado, se convierte en obra de arte, la
muerte no es una pérdida, sino una ganancia, como dice San Pablo, y
todas aquellas reacciones, pánico, repugnancia, rebeldía resignación, se
hacen deseo. Nadie como Teresa de Jesús manifiesta ese deseo, no de
morir como huida, como olvido o como descanso, sino como anhelo de usar
la llave y de abrir la puerta de la Vida, de morir precisamente para
vivir. El desasosiego de morir por no morir florece en los versos
famosos: "Y en tal alto Vida espero, que muero porque no muero."
Nueva
visión del status viatoris: En el aquí y ahora de la primera etapa
vital, el hombre, a la luz de la fe, no contempla lo que ha de sucederle
como una prolongación sino dio de aquélla; como un estirón sin final
del tiempo; como un tiempo con prórroga interminable. El tiempo de la
eternidad ya no es tiempo. Y el parto segundo de la muerte no es una
prolongación longitudinal, sino una ascensión cualitativa.
En el
itinere histórico el hombre transcurre en él ahora-tiempo, y, como
señala Zubiri, desde un instante hacia un algo. El «ahora temporal»
navega sobre el «siempre eterno»; y ese ahora comprende para el hombre
desde su concepción hacia y hasta su muerte corporal. En ese ahora, el
hombre se va configurando, conformando, definiendo y haciéndose
definitivo, de tal forma que configurado, conformado y definido, es
decir, consumado definitivamente, llega con su alma, al morir el cuerpo,
a la eternidad.
La Parusía, que es la exaltación jubilosa, del
triunfo final de Cristo, supone la absorción del tiempo por la
eternidad, la inmortalidad gloriosa del cuerpo humane y la
transformación de la naturaleza en una tierra y en un cielo nuevos.
Siendo
esto así, para un cristiano la etapa histórica de su vida es una
preparación y una provisionalidad. Durante ella ha de procurar ir
definiéndose, es decir, preparándose y equipándose para la eterna. El
ahora ha de estar en función del siempre, y el camino y el quehacer del
camino han de concebirse en función de la meta.
Caben aquí, sin
embargo, dos errores gravísimos: el de instalarse cómodamente en la vida
del tiempo, haciendo del camino fin y de lo provisional definitivo,
comprometiendo así gravemente la vida en la eternidad; y el obsesionarse
hasta la obnubilación con la vida eterna, de tal modo que, en un
quietismo antivitalista, olvidemos que es aquí, en la vida temporal,
donde hemos de definirnos para aquélla.
Es en el tiempo donde nos
definimos para la salvación o la condenación eternas. Y es al fin del
tiempo cuando ha de producirse el examen individual sobre el amor, es
decir, sobre las obras, porque obras son amores y no buenas razones.
Con
esta perspectiva, debemos asomarnos a la cuestión actualísima como
ninguna de la muerte y de la vida temporales. Una y otra se contemplan
desde la luz de los sentidos y de la razón, pero, sobre todo, a la luz
de la Verdad revelada y, por tanto, de la fe: la fe objetiva, como haz
de verdades, y la fe subjetiva, como virtud teologal.
La vida y
la muerte temporales, en función de la Vida o de la muerte eternas, se
contorsionan en la ley, en las costumbres y en la conciencia individual y
colectiva. Ahí donde la vida está amenazada, allí el cristiano ha de
comparecer para dar testimonio de la verdad, aunque el testimonio
conlleve persecución y sacrificio.
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1 comentario:
MERCEDES ESTAN DIVINOS LOS 3 BLOGS, SON UNA DELICIA, PERDONA AMIGA YO SACO COPIO Y PEGO Y REGALO, SIEMPRE AGRDECIENDO VUESTRA CORTESIA .
TE BENDIGA GRANDEMENTE DIOS...POR SIEMPRE.
DESDE ARGENTINA
MIRIAM JUANA POZO
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